Una de misiones

Evacuamos Madrid. Obedientes. Porque esta ciudad a veces aprieta como unos cordones mojados muchas veces anudados. Y llegamos al destino. Y la niña de ojos azules sólo quería limpiar la luna, que había salido hace rato, y el señor que no lo entiende y se enfada, de repente.
Bendito garaje Aragón. Las ladies radiantes. La casa perfecta, con escaleras a un piso invisible. Mejor bajamos en ascensor, al museo lleno de huevos. Nos tomamos dos cañas y nos contamos secretos. Empieza la primera misión: porque los ojos transparentes ven a través de las manos (aunque se escondan en la calle Alfonso o la aparición lleve sombrero). Y nos llevan a ese sitio magnético. Y venga que se nos hace tarde, que todavía queda la segunda parte.
Y llegamos, sin ser de Cádiz, con zeta, a fingir casualidades. Y otra de la actrices principales sale volando con tacones a propulsión. Y Romeo no vuela, pero no pasa nada porque el regalo era para ella. No para él, que no se entera de lo que pasa, que pasa porque no se entera, que pasamos por enteradas. Y hay una que siempre vigila que nadie se quede sentado porque dice que es pecado o algo parecido. Y por miedo no paramos. Y al final, mira, volvemos. Que nos esperan sacos de plumas en la sala de rehabilitación. Antes una naranja por obligación. Y hay quien no duerme más de la cuenta porque la cuenta tiene insomnio. Así que lávate la cara en la cocina y ponte bragas limpias, al menos, que nos vamos de comunión. Desayunamos croquetas ahogadas en la freidora y mejor nos vamos al sol que para eso, en medio de este banquete,
aparece una estrella vestida de negro y nos cuenta una película de sectas. Y a mí ya me ha lavado el cerebro. Me ha quedado reluciente. Lo he tendido en la terraza y por eso cuando llego,
de nuevo al barrio torero, más que de 24 horas, siento que vengo de lejos. Que vengo de bueno. Que vengo con ganas. Como cuando tienes un sueño bonito, despiertas sonriendo y parece que todo ha sido real.